miércoles, 28 de noviembre de 2007

Cristianos y vida pública

Mal que les pese a los laicistas (masones, neomarxistas; liberales, verdes o coloraos), los católicos de a pie estamos llamados a vivir nuestra fe en la vida pública. Ser creyente tiene unas consecuencias concretas que uno no puede dejar de poner en práctica tanto en su vida cotidiana como en la política. De no hacerlo, seríamos incoherentes con nuestros principios. Los cristianos creemos que somos hijos de un Dios que es Padre y que nos quiere porque Él mismo es Amor y nos ha dado la vida. En consecuencia, nos sentimos hermanos de todos y obligados a promover una Cultura de vida y amor frente a quienes propugnan la hedonista y repugnante cultura de la muerte. Esta salvaguardia de la dignidad de la persona puede y debe concretarse en aspectos tales como los siguientes:

1.- La defensa de la vida del ser humano desde el momento de su concepción hasta la muerte. Lucharemos siempre contra el aborto, contra la eutanasia, contra la pena de muerte, contra el terrorismo y contra cualquier tipo de violencia: la doméstica, contra mujeres o niños; las guerras injustas o cualquier fanatismo religioso o ideológico que ponga en riesgo la integridad de la persona.

Defender la vida implica proteger también a la familia, como institución básica y célula primera de toda sociedad civilizada. Todo lo que es bueno para la familia, lo es para la vida y para la sociedad. La educación, la urbanidad; la transmisión de valores tales como el respeto, la solidaridad y el esfuerzo, se realiza en el ámbito familiar y es en ahí donde aprendemos lo que es el amor y la ternura o lo que significa realmente compartir. Nosotros creemos en la familia y en el amor y trabajamos para que toda la humanidad constituya algún día una sola familia.

2.- Defensa de los derechos humanos y de las libertades individuales. En una democracia debemos procurar el imperio de la ley y subrayamos la importancia de la libertad de conciencia y la libertad de expresión. Reivindicamos la libertad de pensar y creer en lo que queramos y también la de expresar públicamente nuestras convicciones y opiniones sin más cortapisa que el respeto al otro. Por supuesto, también defendemos nuestro derecho a reunirnos cómo, dónde y cuándo nos dé la gana y a asociarnos para desarrollar cualquier tipo de actividad dentro de la ley.

Esta defensa de los derechos y las libertades implica, obviamente, el rechazo de cualquier tipo de dictadura, sea del signo que sea.

3.- La centralidad del ser humano implica que el Estado y la economía están al servicio de las personas y no al revés. El individuo no está al servicio del Estado ni tampoco puede ser considerado como un simple medio para conseguir beneficios empresariales. El ser humano es un fin en sí mismo, no un medio para nada ni para nadie. El Estado debe estar al servicio de los contribuyentes, proporcionando servicios, cubriendo las necesidades de la nación y redistribuyendo la riqueza para conseguir que todos podamos vivir con dignidad. Tenemos la obligación de luchar contra cualquier tipo de pobreza y exclusión para promover una sociedad justa y solidaria.

Asimismo, resulta totalmente lícito y necesario que las empresas ganen dinero, pero no es justo ni admisible que para lograr ese fin se abuse de los trabajadores. El dinero es para la persona y no la persona para el dinero. Las empresas tienen obligaciones sociales para con sus empleados, a quienes deben asegurar un salario justo, unas condiciones laborales que garanticen su seguridad y una jornada laboral compatible con la vida familiar y social del trabajador.

4.- Para defender la libertad, la justicia y la igualdad de todos los ciudadanos, también hemos de fortalecer la unidad de la nación española. Los nacionalismos separatistas (valga la redundancia) suponen un riesgo disgregador y ponen en serio peligro la igualdad de oportunidades de todos los españoles. Nos hemos dado una Constitución que garantiza la unidad de la nación y las leyes están para cumplirse. Y cualquiera que quiera cambiar la Constitución tiene que contar con la voluntad de la mayoría cualificada del conjunto de los españoles y no sólo con la de una parte de ellos.

5.- Por último, los cristianos debemos ser personas ejemplares e intachables. Todos somos pecadores y limitados y cometemos errores, pero la moralidad y la virtud deben ser en todo momento norte y norma de comportamiento para cualquier católico que se precie de serlo. El bien y el mal no son algo “relativo”: no da igual ocho que ochenta. Dar de comer al hambriento, ayudar al inmigrante o vestir al que va desnudo no es algo que nos pueda dar igual. El amor fraterno acarrea obligaciones hacia el prójimo que no podemos ni debemos obviar. Por eso la Iglesia lleva desde sus orígenes dedicando su esfuerzo a ayudar a los más pobres. Nuestra regla de oro consiste en hacer por los demás lo mismo que desearíamos para nosotros mismos.

Los católicos tenemos la obligación de combatir el relativismo dominante porque no da igual ser una persona laboriosa que ser un vago; no es lo mismo esforzarse por la familia y por la sociedad que pasar de todo o ser un egoísta; no es igual ser responsable que un sinvergüenza; la verdad, que la propaganda; ser honrado, que un ladrón; ser educado y respetuoso, que zafio o descortés; ser un buen ciudadano, que un vándalo; ni ser buena persona, que un golfo. Tener hijos y educarlos con dedicación y amor no es igual que no tenerlos para dedicarse a “disfrutar de la vida”; y serle fiel a tu esposa no es igual que ser un adúltero despreciable. Por mucho que se empeñen los relativistas posmodernos, el vicio no es igual que la virtud; ni el libertinaje, que la responsabilidad.

Ahora que los laicistas quieren arrinconarnos y silenciarnos, avasallándonos con su cultura atea y neopagana, ha llegado el momento de que los cristianos nos movilicemos de una vez por todas y nos hagamos más presentes que nunca en la vida pública española y lo hagamos sin ningún tipo de complejo.

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